sábado
Una historia IV
Una historia III
martes
Trabajar es malo
Llegó al trabajo, encendió la radio y se puso manos a la obra: Encendió todas las máquinas, conectó los servidores y empezó a enviar las plantillas. Al cabo de dos horas un ruido extraño le desconcentró de la tarea. Bajo el volumen del aparato de música y le pareció que venía de fuera. Al asomarse vió que empezaba a llover, todavía tenía mucha faena, seguro que luego paraba.
Carlos llevaba mucho tiempo trabajando cuando su barriga empezó a rugir. Miró el reloj: eran las nueve. Se asomó a la ventana y llovía a cántaros, pero como no parecía que fuera a amainar pronto y por miedo a que le cerraran el bar decidió que mojarse era un buen precio a cambio de llenar el estomago.
Cerró la puerta con llave y empezó a correr hacía el bar. A medio camino, cuando ya estaba totalmente empapado, recordó que en el curro había un paraguas que alguien olvidó un día y nadie reclamó jamás, pero ahora ya no tenía sentido volver a por él. Al final llegó al bar, donde un animado grupo de personas que miraban un partido de algo debajo de sus secas ropas le miraró como si fuera un leproso. No era su culpa estar en remojo y tiritando, para empezar ni siquiera debería estar allí, que era domingo, joder. Ni siquiera Dios trabaja en domingo. Ignorando a esas personas de cálidas ropas y fríos corazones se dirigió a la barra y pidió un bocadillo de lomo, queso, cebolla y mayones, y, por qué no, una cerveza. Para entrar en calor. No tenía sentido sentirse mal, solo era una cerveza, y él ni siquiera debería estar aquí, que era domingo. Además el sábado no había podido salir por tener que ir a trabajar y realmente le apetecía mucho una cerveza. Como no paraba de llover y dentro del bar se estaba calentito, Carlos decidió quedarse a comerse el bocadillo allí. Total, era lo mismo comerlo allí que en el frío y oscuro local donde le obligaban a trabajar. Cuando iba por la mitad del bocadillo se sorprendió al ver su cerveza vacía, le costaría acabar de tragar ese pan tan seco sin algo líquido así que se pidió otra, igual el mal ya estaba hecho.
Carlos salió del bar algo más calentito y con algo menos de equilibrio. Al final habían sido cuatro cervezas. Por lo menos ahora ya le daba igual si llovía o si debía quedarse a trabajar hasta las cuatro de la mañana. Cuando llegó al trabajo volvía a estar empapado y temblaba tanto que apenas podía introducir la llave en la cerradura. Aún no entendía como se le había podido ocurrir venir en manga corta, pantalones rotos y chanclas de goma, tenía agua hasta en los calzoncillos. Al entrar en la tropezó con una caja, estaba menos hábil de lo creía. Además se percató de que había ido dejando un reguero de agua al entrar. Se desabrochó los pantalones para quitárselos, igualmente estaba solo. Malditas chanclas de goma. Apenas podía mantener el equilibrio. Tenía los pantalones medio bajados y aún llevaba las chanclas de goma. Malditas chanclas de goma. Maldito suelo resbaladizo.
Sonó el despertador. Daniel se levantó de la cama con dificultad. Nunca llegaría a acostumbrarse a levantarse a las seis de la mañana. Era lunes, tenía que entrar a trabajar a las nueve de la mañana y le quedaba mucho tren por delante. No sería tan duro si no fuera por que el fin de semana había hecho jornada intensiva en el bar. Era duro tener dos trabajos y además estudiar, pero era un buen precio a pagar a cambio de la seguridad del primer mundo. Por mucho que quisiera su cálido hogar, por lo menos aquí los niños de catorce no te roban a punta de pistola. Pero sin duda, lo que más le jodía era haber tenido que dejar a su muchacha allá, Atlántico de por medio. Sola, desamparada. La echaba de menos.
En el tren Daniel aprovechaba para estudiar un poco. Le estaba costando mucho sacarse la carrera, pero debía seguir esforzándose, solo así conseguiría ser alguien en la vida. Salir del agujero. En su tierra natal solo se podía ser pobre o ladrón, y ninguna de las dos opciones le gustaba. Debía aprovar la maldita carrera, encontrar un buen trabajo, traerse a su novia y comprarse una casa bonita.
Llegó al trabajo. Un día más. Joder, como odiaba ese trabajo. Lo único que le hacía continuar allí era la esperanza de un futuro mejor. Introdujo la llave, pero ésta no giró. Que raro, estaba abierto. Normalmente siempre llegaba él el primero ya que debido a la poca frecuencia de los trenes era o llegar pronto o llegar tarde, y no podía permitirse perder el trabajo, por mucho que lo odiara. Vio una luz en el local de producción. Se acercó a ver quién era el que había llegado temprano. La verdad es que en los últimos días habían ido de culo por culpa de una máquina estropeada. Seguro que era Carlos, uno de los pocos chicos que valían la pena. Aunque a primera vista parecía demasiado serio, en el fondo era un joven simpático y muy cumplidor, siempre que le había tocado trabajar con él todo había salido a la perfección y a su hora.
En producción no parecía haber nadie, aunque se veía en el luz en el ordenador del fondo y se acercó a echar una ojeada. De repente vio un bulto en el suelo, detrás de unas cajas. y se acercó a comprobar. A medida que se acercaba, sus sospechas se iban confirmando: efectivamente era Carlos. Sobre un charco de sangre, con la cabeza abierta.
domingo
Niñas tontas
jueves
Una historia II
Noté un fuerte golpe en la cabeza y desperté sobresaltado. Una figura a trasluz. Me incorporé con dificultad y, usando la mano como visera, distinguí a un indigente con un bastón.
-Me cago en la santa madre de Dios y toda su jodida familia. ¿Se puede saber que hace usted?-Pregunté con educación.
-No blasfemes.- Me increpó el vagabundo, que mientras se iba perfilando vi que era un hombre mayor con una curiosa chaqueta hecha de retales.
-¿Por qué?- Pregunté intrigado.
-Es simple, porque irás al infierno.
-Vengo del infierno, ¿acaso usted no?
-No me gusta tu tono, jovenzuelo.- Contestó con media sonrisa delatora.
-Y a mí no me gusta que me den con un bastón.
-Pues aparta de mi césped.
-Lo siento, ¿es suyo este césped?- Pregunté con cierto sarcasmo, mientras me levantaba.
-Pues sí- Contestó satisfecho -Mira el cartel.
Efectivamente, en la dirección que me señalaba el curioso viejo había un cartel que ponía “No pisar el césped” y debajo, escrito a mano, “Propiedad de José Antonio”.
-Asumo que usted es José Antonio.
-Efectivamente, ¿y tú eres?
-¿Qué importa quién soy yo?
-Entiendo, por la maleta y el acento asumo que no eres de por aquí.
-Asume usted bien, Josan; ¿puedo llamarle Josan?
-No- Respondió rotundamente -Me caes bien, extranjero, dejaré que te sientes en mi césped.
-¿No tendrá usted un cigarrillo, verdad?
-Fumar es malo.
-Entonces no tiene.
-No.
-No tiene o no no tiene, es decir, tiene.
-¿Tú eres tonto?
-Un poquito, le apetece dar una vuelta.
-Lo siento, pero si me muevo de aquí alguien se sentará en mi césped.
-Entonces me marcho.
-Puede que volvamos a vernos, extranjero.- Con un sonrisa me hizo un saludo militar.
-Eso espero, José Antonio, eso espero.
No volví a verlo. Mientras remontaba las ramblas de esa desconocida ciudad pensé en ese viejo hecho de retales, trozos de pequeñas experiencias que cosidas con sumo cuidado unas a otras formaban una curiosa chaqueta. Un hombre con un bastón y una chaqueta de retales temeroso de Dios y vigilante sagrado de una parcela de césped junto al puerto.
Salí del estanco y apresuradamente encendí un cigarrillo. Según mi reloj eran las tres de la tarde. Las ramblas morían en una gigantesca plaza. Básicamente era una explanada con un estanque y en el centro de éste una estatua de granito de un hombre arrodillado y con los brazos extendidos encadenados a un par de estacas. En la parte derecha del pecho tenía un marca: dos lanzas cruzadas envueltas por un círculo de llamas. Gente y palomas por doquier y algún quiosco de chucherías. En un extremo de la plaza había algo parecido a un punto turístico y me acerqué a él sin mucha esperanza. Después de una interminable cola de turistas me llegó mi turno.
-Disculpe, buscaba un hostal económico para pasar algunos días.
La chiquilla del mostrador me miró con desinterés y extendió un folleto. Lo ojeé por encima, parecía una guía para mochileros. Puede que algo me sirviera.
-Disculpe.- La chiquilla me miró como si fuera una mosca cojonera.- Es que soy nuevo por aquí, ¿no tendrá un mapa?
-Última página.- Me indicó con desinterés y siguió ojeando su revista de moda.
-Gracias.
Me senté un banco, encendí un cigarrillo y empecé a ojear con desesperanza la guía para mochileros de mi nueva ciudad. Al fin y al cabo, por algo se empieza.
viernes
Una historia I
La brisa marina me azotaba brutalmente mientras la quilla del monstruoso barco cortaba implacable la brabuconería de las olas. Me sentía un intruso en un mundo inexplorado. Los hombres no pertenecemos al mar, es indomable, es salvaje. Por mucho que creamos que podemos someter todo lo que nos rodea: las selvas, los desiertos, las montañas; el mar nunca será nuestro. Podemos intentar entrar en su territorio, pero él nos rechazará con fiereza hasta que volvamos a dónde nos corresponde, a tierra firme. Así me sentía en esa fría noche, rechazado. Haría todo lo que pudiera para echarme de este lugar al que no pertenezco: me zarandeaba, me escupía y me bufaba, me odiaba. Era una noche brutalmente bella con los destellos de la luna en las olas. Al final el viento y la sal me vencieron y volví al interior, a la civilización. Cómodas butacas, calefacción, luz eléctrica e hilo musical.
Pedí un vodka-limón en el bar. Pagué la desorbitada cifra que me pidieron sin rechistar, me senté en uno de los plastificados sofás, me puse el mp3 y abrí el libro por el punto. La noche iba a ser larga y casi no me quedaba tabaco.
La luz del sol naciente teñía de naranja el contorno de la ciudad. Mi último cigarrillo voló de mis labios y desapareció entre las olas. Faltaba poco para llegar. Nueva ciudad, nueva vida. No siempre es fácil empezar de cero. Muchas cosas quedan atrás, pero ya no importaba nada, solo el futuro. El futuro, esa sombra quijotesca que no para de estirar una larga cuerda al final de la cual estás tú. Por mucho que te resistas siempre tira, pero nunca llegas a ella. Resistiéndote a los tirones del futuro pasas la vida hasta que mueres. Entonces todo acaba. Esclavos del destino, hagamos lo que hagamos. Así que yo, creyéndome más listo que el resto de los mortales, un día decidí no intentar resistir los tirones del futuro y correr hacia él, y en ese momento me encontraba como un gilipollas corriendo sin parar, sin mirar los borrones que pasaban a mi lado e intentaban agarrarme. Algún día tropezaría, daría de bruces en el suelo y cuando me levantara vería que estaba solo en la oscuridad, atado a un cabo desgarrado.
Con la maleta al hombro bajé la pasarela. Crucé el puerto con calma y llegué a unas grandes ramblas que dividían la ciudad en dos hasta donde me alcanzaba la vista y morían en ese indomable mar. Me estiré en un modesto césped, coloqué la maleta de almohada y con el sol acariciando mis párpados me dormí.
domingo
Sueños perdidos
Tumbado en la cama voy perdiendo la consciencia. Mis ojos se van cerrando. Me inundo y me hundo en el mundo de los sueños. La realidad se evapora y, poco a poco, me duermo.
Los colores se difuminan en mi mente mientras los sonidos se distorsionan en mis fantasías sexuales.
Piel suave contra piel. Un dedo recorre mi espalda. Sudo, suspiro, siento y olvido. Unas piernas me atrapan. Una boca me absorbe. Atraviesa mi garganta. Cuerpo contra cuerpo. No puedo evitar gritar. Gemidos en la oscuridad.
Mis dedos se vuelven garras, mis dientes son colmillos. Mis ojos rojos penetran en los tuyos y nos fundimos en un mar de pasiones desenfrenadas.
Aullidos. Sí. Suspiros. Sí. Tus uñas en mi piel. Te muerdes el labio. Sí. Cierro los ojos. Mentes en blanco, unidos en un abrazo final. Sí. Una eternidad en un instante. Sí. Momentos únicos y después la calma.
Mis corazón se relaja, mi mente se evade, la pasión se apaga y nace el momento del sosiego. La niebla azul difuminada en mis ojos, el calor templado de tu cuerpo junto al mio. Tu boca y tus labios exhaustos besan mi piel aun caliente. Te miro, preciosa, y siento que el tiempo se contrae y se dilata en el espacio infinito de las sensaciones recién sentidas. Te miro y se que por un momento fuimos un cuerpo y una mente unidos. Me miras y tiemblo.
Poco a poco, la cálida luz que me sostiene se va apagando y las tinieblas se ciernen sobre mi cuerpo. Sólo, perdido en la inmensidad de la nada. La niebla me rodea. Oscuridad gris. Agua. Agua por todas partes. Solo agua. Agua y oscuridad. Entre las densas brumas del anochecer se intuye la luz de la luna. Agua por todas partes. Agua rodeándome por todos lados. Siento sin verlo que estoy en un bote, deslizándome silencioso entre edificios que me observan sin verme, sabiendo que en cualquier momento podría ser descubierto por miles de miradas inquietas desde ventanas oscuras. Sospechando que en cualquier momento podría ser presa de ellos, en su guarida, acechantes, esperando una señal de mi debilidad. Tengo que ser cauteloso, pasar desapercibido. Remar despacio, sin hacer ni un ruido, dejándome llevar por la imperturbable corriente hacia dónde el destino quiera llevarme.
Lentamente me adentro en un mar de edificios semiderruidos, extrañamente inclinados. Grandes moles de cemento y piedra me rodean en su fútil inmensidad, en su vacía apariencia abandonada, como si quisieran hacerme creer que ya nada habita en ellos. Ennegrecidas sus fachadas, llenas de indistinguibles ventanas y puertas metálicas, ya oxidadas, describiendo una época que pudo ser mejor. Esconden secretos oscuros y mentes enfermas, esconden cosas que nadie querría descubrir, esconden el miedo más profundo de nuestros corazones.
La noche se cierra, todo se vuelve más oscuro y siento que algo atrapa mi alma. Ya casi no puedo ver más allá del agua que me rodea, aunque sigo intuyendo las miradas recelosas desde las ventanas. Esta oscuridad antinatural embota mis sentidos y me impide ver un camino por dónde escapar. Mire por donde mire, solo veo negro y gris, y no puedo hacer nada más que sentir que me apago por dentro.
Cuando creo que mi alma se desmorona, veo una luz en la lejanía. Alumbra con esperanza un camino por el que seguir, se que es una guía que me va a sacar de aquí. Remo con decisión hacía ese lugar donde se que está la esperanza, donde se que estaré a salvo. Remo con fuerza, cada vez más. Sabiendo que al llegar todo va a salir bien, sabiendo que este mundo de pesadilla se va a acabar. Remo y más remo y más creo que me acerco a ese lugar donde está la salvación. En lo más profundo de mi mente hay algo que me dice que tengo que ir a la luz, donde todo va a salir bien, donde todo el sufrimiento va a acabar. Esa luz que me reconforta, que llena mi alma de la ya olvidada alegría de existir. Remo desesperado por alcanzar ese limbo ante mis ojos. Siempre remo y me acerco, ya casi estoy allí. Se que voy a llegar, casi estoy donde debería estar. Falta poco, cada vez me canso más, pero se que vale la pena gastar mis últimas fuerzas, pues allí está el final del dolor.
Alzo la vista esperando haber llegado ya, pero me doy cuenta de que la luz sigue al final de camino. Sigo remando, intentándolo con todas mis fuerzas. Por mucho que me acerque, la luz sigue igualmente lejana. Por más remar se que nunca voy a llegar. Pero no por eso vale la pena dejar de intentarlo. Cualquier cosa por salir de este mundo al que nunca debí haber venido a parar.
Siento que mi ser se hunde en la desesperación por conseguir alcanzar el lugar donde se que está la paz.
La luz ante mí no se acerca y la oscuridad sigue estando a mi espalda. Por mucho que reme se que nunca voy a llegar a escapar de esta podrida ciudad que por todos lados me rodea. Cuanto más me acerco a la luz, ellos están más cerca de mí, y la luz más lejos.
Las aguas se tranquilizan, la luz se apaga. Vuelvo a sentirme perdido. La esperanza se desvanece y el miedo retorna. Vuelvo a sentir la incomodidad de las miradas ocultas a mi alrededor. Un instante. De un salto unas mandíbulas sangrientas me apresan en un abrazo final.
sábado
Suicidio
Lentamente se levantó de la cama. Hacía horas que intentaba dormir. A través del enorme ventanal le miraba impasible la luna. Un gran y triste luna vagando en el firmamento. Se desperezó como un gato y como un gato se deslizó tras la puerta. Un pie tras otro sobre el frío suelo, fantasmal recorrió el pasillo iluminado con distorsionados rayos blancos a través de la endeble cortina.
La chica rubia de la fiesta dormía profundamente a causa del alcohol y las drogas, pero entre los sueños de flores y nubes y flores creyó distinguir un clic metálico. Se removió inquieta sobre las sábanas de seda. Y siguió durmiendo como si nada hubiera interrumpido su agradable, falso y agradable sueño.
Al girar el pomo de la puerta rompió un clic metálico el frágil silencio que se produce cuando todos duermen, menos los gatos. Estridente y espeluznante como el grito de una mujer, sintió como se le erizaba el pelo de la baja espalda. Un escalofrío recorrió su espina para llegar a morir en la nuca, al oír el crujir de la puerta al abrirse. Ante él, medio inclinada, blanca ante el nocturno negro, haciéndole una mueca infernal, vio su figura en el reflejo. Se adelanto un paso y tapó su imagen con la mano temblorosa, pero al deslizarse sobre el frío espejo y caer su mano grávida, descubrió con horror que todavía estaba allí. Abrió el grifo y el sintió el agua deslizarse. Observó los destellos de la luna en el agua cayendo. Sobre el suelo de blanco sepulcral cayó una gota de discordia, rompiendo con el blancoscuro de la media noche y la apacibilidad del sueño. El inaudible susurro de una gota de sangre al caer y después un golpe sordo.
Una mano, ya no temblorosa sino firme y decidida, cogió la plateada cuchilla y rasgó, como si de simple tela se tratase, la piel del hombre. El inaudible susurro de una gota de sangre al caer y después un golpe sordo. A través de los ojos medio cerrados vio manar como una cascada la vida de su cuerpo, ansiosa por abandonarlo y llenarlo todo de rojo.
domingo
Caballero
Recuerdo mis primeros días de recluta, yo también tuve que transportar los muebles de algún militar importante, un capullo, pensé, por traer esos pesados muebles que no hacían más que estorbar; recuerdo que al día siguiente, en mi primera batalla real, todavía me dolía la espalda. Mi primera batalla. Quedamos pocos, yo fui el único de los nuevos, por supuesto en primera línea de combate al alcance de los arcos y demás proyectiles enemigos, que sobreviví; fue mi primer escalón hacía la fama. La batalla más sangrienta que he visto. Huimos como ratas. Nuestro general era un estúpido, y por eso murieron miles. Hoy en día no pasa esto, ni los generales son estúpidos ni huiríamos como ratas, ni yo ni ninguno de mis valerosos soldados. Morir en batalla, con honor, qué más puede pedir un buen soldado. Me pregunto cuántos años hará de eso. Diez quizás. Cuando vine tenía dieciocho recién cumplidos, ahora tengo treinta y dos. ¡Catorce ya! Que rápido pasa el tiempo. Y cuanto cambia la gente. Con dieciocho no era más que un chico idealista, convencido de las razones de esta guerra aunque sin idea alguna de combate ni estrategia militar; ahora soy un soldado de los más valerosos y un espléndido estratega, y ni recuerdo por qué luchamos, ni entiendo las razones de esta absurda guerra, pero lucho porqué ahora es lo único que se hacer. Matar.
Repaso mi equipo, mañana será la gran batalla y todo tiene que estar listo. En la percha de madera cuelga brillante mi armadura. Posiblemente valga más que todos los muebles juntos. Con todas sus piezas de acero templado, perfectamente pulido, con sus remates de oro. Miro el bello casco con sus grabados florales y su pluma verde, el color de mis soldados. El peto pulido a la perfección y con una ligera forma de quilla para desviar mejor los aceros enemigos. La babera, la gola y la pancera, el guardabrazos y los brazales, las musleras, rodilleras y grebas; y muchas piezas más desde la cabeza a los pies, todas conjuntadas en una unidad imponente. La mayoría de enemigos huyen nada más verme y los demás al ver el escudo. Pocos son los que no reconocen mi escudo. Un esplendoroso escudo verde con una rosa blanca grabada en relieve. Pero sin duda el mejor ejemplar de mi equipo es la espada. Una espada que la mayoría de soldados novatos ni podrían levantar en sus ciento treinta centímetros del mejor acero, la empuñadura dorada con una esmeralda por un lado y el grabado de una rosa por el otro, y en la hoja gravado: “El brillo de la rosa de la noche compite con las estrellas”. Encargada por el mismo Conde el día en que ascendí a capitán. Acaricio imprudente su filo traicionero y una gota de sangre resbala por su hoja. Lo limpio con el pañuelo mientras pienso el la cantidad de cuellos rebanados, extremidades amputadas y corazones atravesados por esta fiel espada llamada Rosa de la noche.
Mi mente vuelve misteriosamente a vagar en las brumas del tiempo. Recuerdo esta vez mi infancia en el pueblo. Recuerdo la simple mesa del comedor con la simple comida: hogazas de pan, trigo, probablemente patatas y si hay suerte un conejo. Mi madre me mira con ojos tiernos en un lado y mi hermana sonriente en el otro mientras que al frente mi padre orgullosos contempla la nada. En una esquina está el abuelo que nunca come. Y allí estoy yo, sentado a la mesa con ocho años y toda la vida por delante.
Recuerdo el olor a naranjo por las tardes mientras paseamos con madre por el jardín. Recuerdo el taller de cerámica de mi padre y las horas que me pasé sentado al torno aprendiendo el oficio.
Recuerdo correr por las calles empedradas con Rodolfo, o quizás subiendo al monte, jugando en el riachuelo y intentando cazar algún bicho. Después no sentamos al cobijo de un árbol y conversamos durante horas hasta el anochecer. Conversamos acerca lo que sucede en el pueblo o nos imaginamos fascinantes aventuras de caballeros gloriosos. Años después, sentados bajo árboles similares en nuestras escapadas, cada vez más infrecuentes, al monte; conversamos de mujeres y oficios. Aunque en los últimos tiempos de paz el único tema de conversa con Rodolfo era la guerra inminente. Decíamos orgullosos que nos gustaría tener una espada y un caballo para poder defender a nuestro rey de los asquerosos rebeldes. Curiosamente por esa época yo estaba de parte del rey.
No he vuelto a ver a mi familia ni a Rodolfo desde que huí del pueblo y me fui con lo puesto a la ciudad para defender mis ideales. Recuerdo la decepción de la ciudad. En el pueblo creía que sería una majestuosidad de piedra con majestuosos señores en sus caballos. En realidad era un criadero de ratas, lleno de polvo y excrementos y pudor a pescado podrido. Recuerdo vagar perdido por esa asquerosa urbe y, helado y desorientado ver acercarse uno rudo hombre que sacó un puñal y me amenazó sin contemplaciones a pesar de mi humilde aspecto. Recuerdo que al no tener nada que dar iba a darme muerte y ya con los ojos cerrados rezando al inútil dios del que renegaría no mucho más tarde, oí un golpe seco y creyendo morir me desplomé y al abrir los ojos vi a mi lado con mirada cristalina al malhechor. Entonces al alzar la vista vi a un noble con su espada y una sonrisa. Me llevó a su casa y me dio sopa caliente y estuvimos conversando hasta el amanecer. Con el salir del sol ya era un rebelde en el fondo de mi corazón. Iniciamos un duro viaje y me alisté en el ejercito. Ese noble fue mi capitán y protector en mi entrenamiento aunque murió en mi primera batalla. Cada vez que salgo al campo de batalla pienso un instante en él, que me hizo ver cuando estaba ciego. Le he vengado mil veces.
Un chico atemorizado entra en mi tienda y ante mi dura mirada pide disculpas por entrar sin llamar. Me dice temblando que el general desea verme.
Por la noche todavía pienso en mi infancia y no le hago demasiado caso a la chica de la cama que se duerme agradecida. Pienso en todo lo que ha pasado desde entonces. La perdida de la inocencia, de los ideales y después de la compasión. Me he convertido en una máquina, en un esclavo de la espada. Antes de dormirme pienso con el corazón en un puño que si recordara como se hace, lloraría.
Amanece y los primeros rayos de sol se filtran a través de las telas. Despierto rápidamente y miro a la belleza que duerme junto a mí. Sus preciosas curvas de color oliváceo. Me lamento de no haberle echo más caso anoche, no hubiera estado de más descargar tensiones antes de la gran batalla. La despierto y vuelve a la cruda realidad con un gesto triste de aceptación. No hace falta que grite muy alto para que aparezca Cristín, mi escudero, que sabe lo pronto que me levanto. Echa a la chica y me trae algo de fruta para comer. Me pregunta si estoy nerviosos antes de la gran batalla. El Conde contra el rey, en persona. La batalla definitiva. Esta mañana se decidirá quien gana la guerra. Ocurra lo que ocurra es mi última batalla. Si ganamos viviré bien el resto de mi vida, si perdemos posiblemente me ejecutaran de una forma humillante no sin antes torturarme. No. Eso jamás. No me capturarán con vida. No, no estoy nervioso. Hace años que perdí los nervios. Le pregunto si mi caballo está listo. Lo está.
La mañana pasa muy ajetreada ultimando los últimos detalles pero pronto tengo que ir a prepararme. Cristín, fiel escudero, me ayuda a enfundarme en la armadura y a subir al caballo. Cojo la lanza y salgo del establo. Todos mis caballeros están listos. flamantes. Una furia compacta verdiblanca. Se que no me defraudarán. Y a la cabeza voy yo, con mi fiel montura blanca, con tantas cicatrices como yo. Le acaricio el cuello. Relincha. Mis caballeros gritan. Todos se preparan en el frente.
De repente los vemos aparecen en el horizonte. Son muchos, nosotros también. Miro al Conde, se refugia detrás de las tropas, mirando la batalla bajo una sombrilla; posiblemente el rey haga lo mismo. Hace siglos que los reyes no combaten. Sus armaduras son puramente decorativas. La Rosa blanca las atravesaría sin dudarlo. Suenan trompetas. Tropas se mueven. Empieza la batalla. Como siempre los primeros en moverse son los novatos, con sus grandes escudos y sus pequeñas espadas, suelen morir la mayoría bajo los arcos enemigos antes de llegar a enfrentarse. Cada vez hay más movimiento, de momento la batalla está muy igualada. En el campo ya está toda la infantería y algo de caballería ligera. De repente un gran movimiento enemigo de caballería pesada. Las cosas empiezan a ponerse interesantes. Unas señales desde la tribuna del Conde. Antes de que toque el cuerno blanco que anuncia nuestra salida ya lo se. Mi caballo también lo siente y suelta un bufido.
Retrona el cuerno y salgo disparado sin mirar atrás, lanza en ristre, a por la caballería enemiga. Se que mis caballeros verdes están detrás, fieles. El choque es muy duro y mi lanza se rompe en el cuello del enemigo, entre el peto y el casco, que cae al suelo sangrando. El fuerte golpe hace que me tambalee pero no me puedo permitir dudar, saco mi espada y empiezo a luchar con frenesí en medio de una gran caos. No se lo que sucede en el resto del campo, pero aquí las cosas no van mal. Los enemigos son fieros, pero nosotros no nos acobardamos. En un momento determinado mi caballo recibe un mal golpe y cae herido de muerte. Por suerte puedo levantarme rápido y no quedan muchos caballeros montados que puedan rematarme. No es momento de lamentarse, me enfrento a un joven con poca protección y mi espada atraviesa con facilidad su cuero. Veo a un caballero enemigo que hace estragos y me dirijo a él. Realmente es bueno. Los golpes van y vienen y ninguno de los dos cede. Las espadas se estrellan contra los escudos y el cansancio empieza a hacer presa en él. Lo veo, es el momento. Su espada rebota contra mi escudo y se queda un instante con el brazo levantado. Mi espada penetra en su axila, y oigo el crujir de las costillas rotas. Grita. Pero no dudo, con un golpe de espada hacia arriba le arranco el casco, le rasgo el cuello y le corto una oreja. Por desgracia no le he alcanzado la yugular. Entonces lo veo. Es él. Rodolfo. Pero en su mirada no hay esa luz, solo hay furia. Me quedo paralizado con la espada en alto y como buen soldado que es no duda en contraatacar. Caigo al suelo. Todo empieza a verse borroso. Y entonces recuerdo como se hace.
Una lágrima resbala entre el cuero y el hierro y cae al suelo enfangado de sangre.
sábado
La noche empieza bien
La noche empieza bien. Después de quedar con unos amigos para algo que no viene al caso salimos al encuentro de los demás. Las diez y media. La noche empieza bien. Empieza en un bar cutre, barato, donde bebemos varios semen de rata (está muy buena y entra muy bien, aunque sabe a jarabe infantil) por siete euros el litro. Jugamos a cartas. Divertido. Estoy en una esquina (como toda la noche, aunque ya hablaré de eso) y mientras los demás hablan de gilipolleces yo me emparanoyo con unas extrañas marcas en la mesa. Una parece que pone “Sex”. Estoy enfermo. “Estás enfermo”, me apunto en el móvil para acordarme a la mañana siguiente. Estoy enfermo y necesito sexo. La tía que está delante mío me hace caso y pasa de mí según el momento. Extraño. Creo que está colada por el tío que está en la otra punta de la mesa. Un capullo. Es el único momento de la noche que llego a ir algo borracho. Le hago una foto a Mia (la tía que no me hace caso) y a Javi con el móvil sin que se den cuenta. Me gusta tener fotos de todos mis amigos. “Amigos”.
Nos vamos. No miro la hora. Pasamos por delante de un conocido bar y un un par de amigos entran a felicitar a una chica que nos gusta a un amigo y a mí. Por supuesto nadie lo sabe. Por supuesto yo no entro. Me quedo hablando con Javi Un gran tipo. Se marcha porqué “en teoría” al día siguiente tiene un partido de tenis con un japo. Un rato después salen los amigos y discuto con Fernan acerca de Javi, uno de los mejores chicos que viene de tanto en cuanto con el grupo. No nos extraña que se aburra. Nos proponemos integrarlo permanentemente, aunque es difícil. Le aburrimos. Hasta nos aburrimos a nosotros mismo; pero somos amigos y nos lo perdonamos.
Vamos a un bar de acabados y hacemos una absenta. Me siento en una esquina y acabo hablando con el tipo de siempre. Desarrollamos varias teorías. La primera es acerca de que el dueño del bar, que tiene dos locales, siempre está en el que nosotros vamos. O nos sigue o es omnipresente. La segunda es acerca de sentarse en las esquinas, donde estoy yo en este momento. Cuando estas en una esquina, por ejemplo en la derecha, solo puedes hablar con el tipo de tu izquierda. Por otra parte el tipo de tu izquierda debe decidir si hablar con el solitario tipo de su derecha (tú) o con los de la izquierda, donde está el resto del grupo. Por tanto los tipo de las esquina son unos marginados. Como yo. Y como el tipo con el que estoy hablando. Se me acaba el tabaco.
Salimos del cutre-bar. Tampoco miro la hora. Acompañamos a unos del grupo a comer un durum. Estamos en la plaza un rato. Me empieza a entrar el sueño. Dicen de ir a un bar a jugar a futbolín. ¡Pum! Lo reconozco. Aquí es donde empieza a acabar la noche. La peor idea que se podía tener. El principio del fin. Encima quieren ir a un bar a tomar por culo. Desde ese bar estoy a treinta y cinco minutos de casa. Desde donde estamos estoy a diez. Obviamente les digo que no. Les digo que vayan ellos, que así son pares. José me dice que quería acabar la noche conmigo, le apetecía hablar. Mala suerte; por muy amigos que seamos no pienso caminar treinta y cinco minutos de ida y otros tantos de vuelta para hablar con él mientas juegan a futbolín. Me intentan convencer. Que si después me acompañan a casa, que si se se puede volver en bus, que si soy su pareja de futbolín que si... Consigo que todo el mundo se ralle y deciden ir a casa. Miro el reloj. Son las dos y cuarto. ¡Me cago en la puta! Que pronto. Con mis antiguos “amigos” (Los que substituí por estos) todavía estaría empezando la noche. Propongo ir a hacer una sangría. Acabar bien la noche. Media hora solo, y después puedo ir a dormir tranquilo. Tan amigos. Todos me dan largas. Tengo que hacer algo. Les digo que yo iré, aunque vaya solo. Se lo creen, saben que soy capaz. Por supuesto no lo haré, pero en ese momento me convenzo a mi mismo. No consigo reclutar a nadie. Es extraño, siempre consigo algo más de lo que la gente cree que quiere, eso que yo sé que quiere. Algo más. Todos estamos rallados. Cada uno se va por su lado. Ellos, todos juntos, por uno, y yo por otro. Es el fin. El fin del fin.
Empiezo a caminar, solo; en un principio dispuesto a beberme la sangría solo. Cuando paso delante del bar de la sangría pienso que tendré que pedir una mesa para uno y un litro de sangría. Soy un borracho, pero no tanto, y en general no me gusta hacer el ridículo. Me paro en un bar que ponen una buena canción (una de esas buenas canciones que oyes a menudo, pero que no sabes el nombre del grupo o de la canción) a comprar tabaco. No tiene Lucky Strike. “Golpe de suerte”. Yo tampoco. Compro Camel, una buena alternativa; aunque no mi preferida, y me fumo uno. Camino, solo. Por primera vez en toda lo noche tengo frío. Camino, solo. La calle de piedra avanza bajo mi, constante. Las paredes se cierran cada vez más, asfixiándome. Una gárgola me mira y se ríe de mí. Normal. Paso por una vieja plaza, llena de viejos, apergaminados y mortecinos recuerdos. Allí dos vagabundos errantes pasan cerca; los dueños de la noche. Sus borrachas risas penetran en mis oídos, los atraviesan como una taladradora. Uno lleva una raída sudadera de “Hell's in us”, un grupo de Heavy Metal ochentero. Curioso. “El infierno está en nosotros”, significa. Lo más curioso es que en inglés se pronuncia exactamente igual que “El infierno está en el culo”. Curioso, pero en ese momento no le veo ni puta gracia. Sigo caminado. Llego a una calle importante. Intento cruzar pero un coche embiste y los tres de detrás aprovecha y pasan. Como los odio. Cruzo el medio. Veo un árbol al que le han cimentado las raíces. Triste, pienso. Espero... deseo con toda mi alma que ese árbol en un último esfuerzo natural rompa el cemento que le aprisiona y salga al exterior. En el siguiente paso de cebra embisto yo a los coches. Yo tengo razón, deben cederme el paso. Si me atropellan me tendrán que pagar una indemnización. No me importaría que todo acabara ahora. Que acabara ya. ¡Ya!
Pero no acaba. Sigo caminando. No veo, ni oigo, ni siento nada destacable. Camino. Camino. Camino. Camino. Camino. Llego a casa y veo a unos vecinos jóvenes que entran. Me cierran la puerta en las narices y tengo que volver a sacar la llave. Hijos de puta. Entro. Veo que uno de los vecinos cabrones espera el ascensor mientras lee un cartel con un anuncio. Llega el ascensor y me monto en el sin decirle nada. Que espere al siguiente, que se joda. Llego a casa y reenciendo el ordenador. Enciendo el Winamp y pongo Metallica de fondo, flojito. Son las dos y treinta y cuatro. Empiezo a escribir:
“La noche empieza bien...”
jueves
Camino
Se adonde lleva el camino. No es mi destino. El destino de los hombres se basa en las elecciones. Yo no elegí el camino, el camino me eligió a mi. Es el destino del camino. Soy el destino. Se que debo andar sin mirar atrás. No tengo elección. Tampoco miraré adelante, no hay nada que mirar. Ya se a dónde lleva el camino. Todos lo sabemos desde el momento en que nacemos, desde el momento en que primera vez amamos. Lo sabemos pero no queremos saberlo. Intentamos olvidarlo, pero está ahí, siempre, en nuestras vidas. Aunque no queramos, sabemos que es el camino. Y esta ahí. Siempre. Puede que no lo reconozcas, puede que jamás tengas que tomarlo; pero esta ahí, y lo sabes. Todos lo sabemos. Todos amamos. Camino por el camino. El camino del olvido, de los recuerdos olvidados. Camino hacía las montañas. Hace tiempo que el camino sólo sube, y se que no volveré a bajar. Voy a morir, a olvidar, a las montañas. Y voy por el camino del olvido. Puede que algún día yo sea un árbol triste, llorando sobre la tierra caliente, hasta secarse mis lágrimas y convertirme en un simple leño. Pero no me importa. Ya nada importa, sólo camino.
Mis pies se arrastran con lentitud, pero no con desánimo, para estar desanimado hay que tener alma. ¿Alma? ¿Alguien la vio? ¿Alguien la tocó, olió o sintió? Si alguna vez la tuve, la perdí al iniciar el camino. Sólo somos trozos de carne, sin alma; y cuando muramos sólo quedará el recuerdo. Nada es eterno, y menos eterno que nada es el recuerdo. Camino.
Entre las montañas me introduce el camino. No lo veo, pero lo siento. El aire es frío y asfixiante. El aire de las montañas. Lo respiro. Me trae sensaciones de dolor, de pasión y de dolor. Mucho dolor. No le temo al dolor. El dolor me trajo aquí y en el dolor moriré. Sigo adelante respirando dolor. Los árboles ya no murmuran, ya no se oyen las gotas al caer, la niebla ya no roza suavemente la tierra. No me atrevo a alzar la vista, temo que no haya nada que ver. Ya no hay árboles, ya no hay niebla. Sólo hay dolor. Dolor y un camino que seguir. Mis pies se abren y las piedras afiladas llegan a mi carne, el camino ya no es de tierra. Rocas como cuchillas supurando líquido negro y rojo. Dolor.
Camino eras enteras y el dolor, como todo, no tarda en desaparecer tras el olvido. No hay que olvidar que es el camino del olvido y es lo único que no se puede olvidar en este camino. Camino sobre una superficie gris, casi blanca; indiferente. Mis pies se paran y alzo la vista. Estoy frente a una cueva pequeña, oscura. Por encima, el cielo. El cielo purpúreo que marca el fin del día y comienzo de la noche. De mi noche. Entro en la cueva y duermo. Para siempre.

Estoy...
Me paso la tarde plantado en la habitación. Olor a tabaco, a sudor, a cerrado. Leo, escribo, miro, trabajo, pienso, imagino. Me aburro. Imagino.
Estoy sentado ante el ordenador y imagino que mis amigos/compañeros/fantasmas tocan a la puerta, abro sorprendido y me proponen ir a una fiesta. Cogemos el metro y nos plantamos en una vieja casa llena de gente guapa, buena música y alcohol. Hablo con todo el mundo; nos los pasamos genial. Acabamos la fiesta dos parejitas en el jardín, con un porro y muchas caricias. Todo es perfecto.
Estoy tumbado en la cama con un cigarro en la boca y imagino que suena el móvil. Lo cojo sobresaltado y es un viejo amigo. Me dice que si voy a tomar una birra con unos amigos suyos. Estamos horas hablando de asuntos banales. Cerveza tras cerveza. Después, ya con el puntillo, vamos a casa de una amiga suya y nos bañamos en la piscina, desnudos, riendo.
Estoy dando vueltas por la habitación comiendo chocolate y imagino que alguien me habla por el messenger. Es un conocido con el que nunca he hablado. Me dice que está aburrido, que si me apetece ir a su casa a fumar unos porrillos. Estamos hasta las once mirando videos cómicos y riendo. Vamos a un bar y empezamos a darle al tequila. Acabamos dando tumbos por la calle y cantando canciones irreconocibles.
Estoy leyendo la misma página de un polvoriento libro desde hace media hora y imagino que suena el teléfono. Es una amiga de una conocida de un casi amigo. Me dice que se ha fijado en mi y que ha conseguido mi número. Quedamos para tomar un café. Amanecemos en la playa, abrazos.
Estoy...
Creo que será mejor que vaya a dar una vuelta.
miércoles
Muerte y pasión ámbar
Una mujer desnuda se acerca de frente. Sus pasos son suaves, casi se desliza. La piel blanca como la luna contrasta con el pelo rojo fuego. Los labios y pezones rosados, suaves. Se acerca de frente. Sonríe. Cuando se para a un palmo de él, cree que el corazón le va a estallar. Nota la sangre palpitando en su cuello. Le tiemblan las rodillas. Jadea. Tiene la respiración agitada. Los nervios a flor de piel. La bella mujer se inclina. Ámbar. No puede dejar de mirar el ámbar hipnótico de los ojos de la mujer. No existe nada más que los ojos de la mujer. La habitación ha desaparecido. Ámbar. Solo siente el ámbar de los ojos y el latir de su corazón, cada vez más rápido. Parece que va a estallar, pero no puede dejar de mirar el ámbar de los ojos.
Abre los ojos. Está en la habitación. Solo. La respiración se vuelve acompasada y tranquila y su cuello deja de palpitar. Las rodillas ya no tiemblan. El corazón vuelve a la normalidad. Se hunde en el sofá con un suspiro. Mira la puerta. Está cerrada.
Una mano blanca le acaricia suavemente la mejilla. Siente la piel suave quemando en su cara. Ardiendo. La mano suave y fría le acaricia y su cara arde. Gira el cuello mecánicamente y ve a la mujer. Pero su corazón no se acelera. Está tranquilo. Sabe lo que sucederá y sabe que no lo puede evitar. Se deja llevar. La mujer se inclina y sus labios rosados se posan en los suyos. Entrecierra los ojos. Fuego. Arde. Siente su lengua poderosa en la boca. En su cuello. En su pecho. Se levanta cuando el dedo fino y blanco se lo ordena con un grácil movimiento. Tiene a la mujer enfrente, cerca. Muy cerca. Con un simple movimiento podría besarla. Mira dentro de los ojos. Ámbar. Ya no le impresiona. Tan solo es una mujer. ¿Qué puede pasar?
¿Qué puede pasar? Los dedos de la mujer, con un movimiento suave se deslizan por los hombros de un blanco mortal. El vestido verde se desliza hasta el suelo. Sabe lo que sucederá.
En ese momento despierta jadeante. Recuerda haber caminado, recuerda la habitación y el sofá y... Y la mujer. Pero no puede ser. Está en la cama. Tan solo fue un sueño. Un sueño horrible. Sintió la dominación. Sabía lo que sucedería y no podía evitarlo. No quería, pero pasó. Agobiantemente ardiente. Tan solo un sueño.
La luz se filtra por las suaves cortinas y se posa sobre las sábanas de seda negra. Sube por el brazo, sin prisa, a medida que la esfera solar asciende en el cielo. Sube por el brazo y llega al hombro. Por donde pasa deja un rastro de calidez y luz. Llega el día. Del hombro llega al cuello y lo acaricia. El cuerpo se estremece. Pasa suavemente por el cuello y como un intruso se abre paso en la cara. A su llegada las sombras retroceden y los músculos reaccionan. Deja un rastro de calidez en la mejilla y en la comisura de la boca se puede apreciar una delicada sonrisa. Sin previo aviso se posa en los párpados. Lo que hasta ahora era un suave recorrido por la piel, devolviendo la calidez natural del día se convierte una agresiva intrusión en los ojos. Los ojos siempre preferirán el frío de la noche.
Molesto se gira, pero ya no podrá volver a despertar. El día ha llegado y no se puede evitar. Se reclina perezosamente. La luz entra alegremente por la ventana de enfrente. Todo es luminosos y agradable. Sonríe. Un día bonito, un día perfecto. Planifica cuidadosamente el día en su mente. Perfecto. Se gira contento. Horror. El horror ahonda en su interior. No puede ser. Tan solo fue un sueño. A su lado, en la cama, acurrucada entre las sábanas negras, relucientes, está la mujer. La piel blanca reluce misteriosamente. Los labios sonrosados sonríen maliciosamente. El pelo anaranjado parece burlarse de él. No puede ser. Algo no encaja. No puede estar aquí. En ese momento de desesperación la misteriosa intrusa abre los ojos. Ámbar. No puede ser. Le miran fijamente, le atraviesan. Se oye una risa maliciosa, antinatural. Le atraviesa los oídos. Como un martillo golpeando su cerebro. Se derrumba en la cama. No puede ser. La risa le invade, le ahoga. No puede ser.
Abre los ojos, desesperado. No puede ser, tan solo fue un sueño. Abre los ojos. No puede seguir allí. Tan solo fue un sueño. No existe. Abre los ojos. Solo ve una cosa. Le aterroriza: Ámbar.