Mostrando entradas con la etiqueta Una historia. Mostrar todas las entradas
Mostrando entradas con la etiqueta Una historia. Mostrar todas las entradas

sábado

Una historia IV

Capitulo IV: La Casa

Caminamos por callejuelas estrechas de un antiguo pueblo que había sido absorbido por la ciudad y, habiendo perdido toda identidad solo quedaban callejuelas lúgubres y placitas abandonadas a los camellos. Totalmente acogedor, aunque no era mal sitio para pasar desapercibido una temporada. Después de un par de giros sin sentido aparente llegamos a un portal de madera vieja. Dos golpes, pausa, tres golpes, pausa, un golpe. Una mirilla se abrió y unos ojos oscuros, rasgados y profundos nos miraron a ambos. Unos ojos preciosos.
- ¿Quién es? -preguntó una voz dulce con tono cortante, escondiendo todo rasgo de ternura bajo una dureza capaz de aplastarte como a un molesto mosquito. Atreyente y peligrosa, una de mis combinaciones preferidas.
- Abre, nos podemos fiar. -El chico habló como alguien respetado.
La chica volvió a mirarme.- ¿Respondes tú por él? -Le preguntó preocupada a Dedos.
- Sólo él responde de si mismo, -sentenció- y si sabe lo que le conviene no hará tonterías.
La mirilla se cerró y se oyeron unos ruidos metálicos detrás de la puerta. Al abrirse comprové que ni la voz, ni los ojos mentían; me encontraba ante uno de los seres más perfectos que había contemplado. Pequeña, frágil, una negra cabellera de niña buena escalonada al azar, piel blanca como la luna profanada por tatuajes infernales, los labios invitaban a entrar pero no prometían que fuera agradable, una nariz pequeña y las orejas atravesadas con tachuelas e imperdibles, movimientos secos y precisos, una perfecta máquina de matar y amar, enfundada en ropa sencilla y funcional aunque muy gastada. Me miró como si apenas pudiera resistir la tentación de desgarrar mi cuello con sus manos y se dio la vuelta.
La puerta, que desde fuera parecía vieja y blanda, por dentro estaba reforzada con varias placas de metal y una serie de barras que se anclaban al suelo y paredes con un intrincado mecanismo. El sitio, mal iluminado y sin decoración, estaba limpio. Un estrecho pasillo que acababa en unas escaleras y éstas en una puerta de madera. Subí tras ellos y accedimos a una sala enorme. Originalmente había sido un pequeño apartamento, pero se veían marcas allí donde habían tirado paredes y había quedado reducido a una sala irregular, al fondo había tres marcos sin puerta que daban a un pasillo que transcurría paralelo al lado más alejado de la puerta. Las ventanas de la calle, que desde fuera parecían cerradas, estaban tapiadas con ladrillos y toda la estancia estaba iluminada con un fluorescente que cruzaba la estancia en diagonal. Desperdigados por el suelo había algunos colchones con sábanas blancas y en un lado baules metálicos, aquí y allá un sofá o dos y un par de mesas de madera con taburetes. Desperdigados por la sala personajes fantasmales, desarreglados y decrépitos. Sorprendentemente estaba limpio y olía a desinfectante.
La chica cerró la puerta detrás suyo y la oí bajando las escaleras. El chico me señaló un tabuerete en la mesa vacía y se fue por el pasillo. Mirando con más antención pude ver gente de toda clase. Miradas tristes en hombres a los que la vida había tratado como a perros, niños perdidos en un mundo que no era el que ellos soñaban, extranjeros de piel oscura que buscaban el paraíso y solo encontraron el infierno y entre ellos gente como Dedos que habían hecho de éste su modo de vida, al margen de la sociedad, y parecían satisfechos con su situación. El chico volvió con dos vasos de latón y se sentó delante mío. Una especie de cerveza semitranslúcida y de color terroso, al probarla su sabor era amargo, fuerte, con un regusto frutal y picante.
- ¿Te gusta? -Preguntó sonriente.
- Es... -No sabía del todo que decir.- extraño, fuerte.
- Sí, lo hacemos nostros. -Explicó.- La base es la de la cerveza, pero hechamos lo que encontramos. Cada cosecha es diferente. Pero todas dan energía y si bebes demasiado al día siguiente tu cabeza parece apunto de explotar.
- ¿Dónde estoy?
- Directo. -Se puso serio.- Veamos, me gusta imaginármelo como la casa de los que no tienen casa, un refugio para los deserhedados, el último rincón de la libertad.
- Muy bonito, pero que significa eso.
- Somos como una familia, cuidamos unos de otros, y este es nuestro hogar. La mayoría de los que están aquí es lo único que tienen.
- ¿Y qué pinto yo en esto? -Dije sacando un cigarrillo.
- Aquí no se puede fumar. -Me dijo.
- ¿En serio? -Pregunté sorprendido- Con todo ese rollo de libertad que lleváis.
- Aquí dormimos y comemos. De momento aguanta y escucha. -Volví a esconder el cigarrillo a desgana y el siguió hablando.- Simplemente tienes pinta de necesitar un hogar y una familia.
- No necesito que nadie cuide de mí, ¿y qué sacáis vosotros de todo ésto?
- Nunca vienen mal un par de manos.
- ¿Sin dinero?
- Sin dinero.
- No os conozco de nada, podríais ser una panda de locos.
- Mira, ¿por qué no me escuchas? -dijo Dedos sonriendo- Si no te parece bien te piras y nunca nos volvemos a ver.
- Está bien, -Respondí resignado.- Cuéntame.
- Camas, comida y bebida, lavadora y baño; todo incluido. Todo el asunto lo gestionamos Mayo, la chica de abajo; los hermanos Toro, a los que ya conocerás; y Dedos, yo mismo. Si te quedas, deberás colaborar en todo lo que te pida cualquiera de nosotros, hay que ganarse el pan. Ahora mismo estamos en la sala común, aquí se duerme y se come, si te quedas te asignaremos una de esas taquillas. -Se levantó y me hizo una señal con la cabeza para que lo siguiera. Nos dirigimos al pasillo, abrió la primera puerta a la derecha y había un pequeño pasillo con una puerta a cada lado- Retretes y duchas, son mixtas, pero nos comportamos. -Seguimos por el pasillo. La siguiente puerta estaba abierta y pude ver una cocina de butano y una nevera.- Cocinamos a las dos y a las nueve, aparte de eso puedes hacerte lo que quieras, cuando te venga en gana. Hay comida para celíacos y para veganos; agua y engrudo, que es como llamamos a lo que has bebido antes. -Señaló la siguiente puerta.- Esa es La Sala, en mayúsculas, pero no entraremos. Ahí puedes hacer absolutamente lo que quieras mientras no molestes a nadie. Está insonorizada y con extractores de humo. -Para acabar me indicó la última puerta, al final del pasillo.- Y eso es la terraza.
Me miró, sonrió y dijo.- ¿Qué te parece, te quedas con nostros?

Una historia III

Capitulo III: El chico del ukelele

Salí del enésimo hostal para turistas de mochilas de la guia. Llevaba toda la tarde caminándome la ciudad de hostal en hostal y en el fondo todos eran iguales: habitaciones compartidas, recepcionistas sonrientes y desayuno incluído a un precio que yo no podía pagar. Estaba anocheciendo, y yo, cansado, me senté en un banco de una plaza cercana. Encendí un cigarrillo y el humo errático en el atardecer parecía una caricatura de mí, dando vueltas sin saber donde ir. Las notas punzantes de un ukelele salieron de detrás de un arbusto. Una melodía melancólica y rasgada, jamás hubiera pensado que un instrumento de juguete pudiera tocar algo tan real.
- ¿Tienes problemas, extranjero? -Preguntó un joven sucio que se camuflaba entre las plantas.
- Más bien contratiempos.
- Me gusta tu cara, es... exótica -dijo con un tono de voz misterioso.
- No sé que te habrás pensado -dije preocupado, levantándome- pero no me va tu rollo.
- Cállate y siéntate. -Me ordenó sin parar de tocar esa curiosa melodía. Así lo hice y continuó con voz más calmada.- ¿Me invitas a un cigarrillo de esos?
Me levanté y le acerqué el cigarrillo. Paró un momento de tocar para encenderlo y me extendió la mano.
- Me llaman Dedos, -se presentó- ¿y a ti?
- A mí no me llaman. -contesté seco, mientras el continuaba tocando- ¿Viene del ukelele?
Me miró extrañado.- El nombre -Aclaré.- viene de que tocas el ukelele.
Sin responder a la pregunta y sosteniendo una nota con la diestra sacó mi cartera de su bolsillo con la mano libre y me la lanzó.
- Entiendo. -Respondí.
- ¿Qué haces aquí?
- Fumar en un banco, ¿y tú?
- Tocar el ukelele. ¿Dónde vives?
- Donde pueda.
- Ahá. -Respondió, aunque no parecía del todo satisfecho con mi respuesta y continuó- ¿Tienes dónde dormir?
- No.
- Conozco un sitio, -dijo levantándose y colgándose el instrumento al hombro- sígueme.
No me moví del banco, acababa de conocer a ese chico y viendo lo visto, no me fiaba mucho de él.
- ¿Qué ocurre? -preguntó.
- Las manos quietas. -y añadí- En todos los sentidos. -No tenía claro si aquel chico era el mejor ladronzuelo que había visto o tan solo un homosexual que tocaba el ukelele. Fuera como fuera quería sus manos lejos de mí.
- Prometido. -Dijo sonriendo con dos dedos levantados.- Aquí estarás a salvo.

jueves

Una historia II

Capitulo II: El vagabundo

Noté un fuerte golpe en la cabeza y desperté sobresaltado. Una figura a trasluz. Me incorporé con dificultad y, usando la mano como visera, distinguí a un indigente con un bastón.

-Me cago en la santa madre de Dios y toda su jodida familia. ¿Se puede saber que hace usted?-Pregunté con educación.
-No blasfemes.- Me increpó el vagabundo, que mientras se iba perfilando vi que era un hombre mayor con una curiosa chaqueta hecha de retales.
-¿Por qué?- Pregunté intrigado.
-Es simple, porque irás al infierno.
-Vengo del infierno, ¿acaso usted no?
-No me gusta tu tono, jovenzuelo.- Contestó con media sonrisa delatora.
-Y a mí no me gusta que me den con un bastón.
-Pues aparta de mi césped.
-Lo siento, ¿es suyo este césped?- Pregunté con cierto sarcasmo, mientras me levantaba.
-Pues sí- Contestó satisfecho -Mira el cartel.
Efectivamente, en la dirección que me señalaba el curioso viejo había un cartel que ponía “No pisar el césped” y debajo, escrito a mano, “Propiedad de José Antonio”.
-Asumo que usted es José Antonio.
-Efectivamente, ¿y tú eres?
-¿Qué importa quién soy yo?
-Entiendo, por la maleta y el acento asumo que no eres de por aquí.
-Asume usted bien, Josan; ¿puedo llamarle Josan?
-No- Respondió rotundamente -Me caes bien, extranjero, dejaré que te sientes en mi césped.
-¿No tendrá usted un cigarrillo, verdad?
-Fumar es malo.
-Entonces no tiene.
-No.
-No tiene o no no tiene, es decir, tiene.
-¿Tú eres tonto?
-Un poquito, le apetece dar una vuelta.
-Lo siento, pero si me muevo de aquí alguien se sentará en mi césped.
-Entonces me marcho.
-Puede que volvamos a vernos, extranjero.- Con un sonrisa me hizo un saludo militar.
-Eso espero, José Antonio, eso espero.
No volví a verlo. Mientras remontaba las ramblas de esa desconocida ciudad pensé en ese viejo hecho de retales, trozos de pequeñas experiencias que cosidas con sumo cuidado unas a otras formaban una curiosa chaqueta. Un hombre con un bastón y una chaqueta de retales temeroso de Dios y vigilante sagrado de una parcela de césped junto al puerto.

Salí del estanco y apresuradamente encendí un cigarrillo. Según mi reloj eran las tres de la tarde. Las ramblas morían en una gigantesca plaza. Básicamente era una explanada con un estanque y en el centro de éste una estatua de granito de un hombre arrodillado y con los brazos extendidos encadenados a un par de estacas. En la parte derecha del pecho tenía un marca: dos lanzas cruzadas envueltas por un círculo de llamas. Gente y palomas por doquier y algún quiosco de chucherías. En un extremo de la plaza había algo parecido a un punto turístico y me acerqué a él sin mucha esperanza. Después de una interminable cola de turistas me llegó mi turno.
-Disculpe, buscaba un hostal económico para pasar algunos días.
La chiquilla del mostrador me miró con desinterés y extendió un folleto. Lo ojeé por encima, parecía una guía para mochileros. Puede que algo me sirviera.
-Disculpe.- La chiquilla me miró como si fuera una mosca cojonera.- Es que soy nuevo por aquí, ¿no tendrá un mapa?
-Última página.- Me indicó con desinterés y siguió ojeando su revista de moda.
-Gracias.

Me senté un banco, encendí un cigarrillo y empecé a ojear con desesperanza la guía para mochileros de mi nueva ciudad. Al fin y al cabo, por algo se empieza.

viernes

Una historia I

Capítulo I: El mar


La brisa marina me azotaba brutalmente mientras la quilla del monstruoso barco cortaba implacable la brabuconería de las olas. Me sentía un intruso en un mundo inexplorado. Los hombres no pertenecemos al mar, es indomable, es salvaje. Por mucho que creamos que podemos someter todo lo que nos rodea: las selvas, los desiertos, las montañas; el mar nunca será nuestro. Podemos intentar entrar en su territorio, pero él nos rechazará con fiereza hasta que volvamos a dónde nos corresponde, a tierra firme. Así me sentía en esa fría noche, rechazado. Haría todo lo que pudiera para echarme de este lugar al que no pertenezco: me zarandeaba, me escupía y me bufaba, me odiaba. Era una noche brutalmente bella con los destellos de la luna en las olas. Al final el viento y la sal me vencieron y volví al interior, a la civilización. Cómodas butacas, calefacción, luz eléctrica e hilo musical.


Pedí un vodka-limón en el bar. Pagué la desorbitada cifra que me pidieron sin rechistar, me senté en uno de los plastificados sofás, me puse el mp3 y abrí el libro por el punto. La noche iba a ser larga y casi no me quedaba tabaco.


La luz del sol naciente teñía de naranja el contorno de la ciudad. Mi último cigarrillo voló de mis labios y desapareció entre las olas. Faltaba poco para llegar. Nueva ciudad, nueva vida. No siempre es fácil empezar de cero. Muchas cosas quedan atrás, pero ya no importaba nada, solo el futuro. El futuro, esa sombra quijotesca que no para de estirar una larga cuerda al final de la cual estás tú. Por mucho que te resistas siempre tira, pero nunca llegas a ella. Resistiéndote a los tirones del futuro pasas la vida hasta que mueres. Entonces todo acaba. Esclavos del destino, hagamos lo que hagamos. Así que yo, creyéndome más listo que el resto de los mortales, un día decidí no intentar resistir los tirones del futuro y correr hacia él, y en ese momento me encontraba como un gilipollas corriendo sin parar, sin mirar los borrones que pasaban a mi lado e intentaban agarrarme. Algún día tropezaría, daría de bruces en el suelo y cuando me levantara vería que estaba solo en la oscuridad, atado a un cabo desgarrado.


Con la maleta al hombro bajé la pasarela. Crucé el puerto con calma y llegué a unas grandes ramblas que dividían la ciudad en dos hasta donde me alcanzaba la vista y morían en ese indomable mar. Me estiré en un modesto césped, coloqué la maleta de almohada y con el sol acariciando mis párpados me dormí.