domingo

Caballero

Atravieso con paso lento el campamento. La gente se aparta ante mí. Siento el respeto, quizás el miedo, en sus miradas. Entro en mi tienda, una de las más fastuosas, al lado de la del Conde. Está todo preparado. En la mesa de madera hay un mapa del terreno de batalla. Miro la ostentosa cama de carmesíes sábanas de seda donde de vez en cuando pasa la noche alguna lugareña o esclavas hechas del enemigo, humilladas pero serviles. A sus pies el baúl negro de madera maciza contiene algunas ropas de civil para ocasiones importantes aunque creo que nunca las usé. Me pregunto cuantos reclutas novatos, soldados inútiles a los que se insulta habitualmente y esclavos estarán ahora exhaustos por haber tenido que transportar mis pesados muebles de batalla, más lujosos incluso que los que tengo en mi propia casa.


Recuerdo mis primeros días de recluta, yo también tuve que transportar los muebles de algún militar importante, un capullo, pensé, por traer esos pesados muebles que no hacían más que estorbar; recuerdo que al día siguiente, en mi primera batalla real, todavía me dolía la espalda. Mi primera batalla. Quedamos pocos, yo fui el único de los nuevos, por supuesto en primera línea de combate al alcance de los arcos y demás proyectiles enemigos, que sobreviví; fue mi primer escalón hacía la fama. La batalla más sangrienta que he visto. Huimos como ratas. Nuestro general era un estúpido, y por eso murieron miles. Hoy en día no pasa esto, ni los generales son estúpidos ni huiríamos como ratas, ni yo ni ninguno de mis valerosos soldados. Morir en batalla, con honor, qué más puede pedir un buen soldado. Me pregunto cuántos años hará de eso. Diez quizás. Cuando vine tenía dieciocho recién cumplidos, ahora tengo treinta y dos. ¡Catorce ya! Que rápido pasa el tiempo. Y cuanto cambia la gente. Con dieciocho no era más que un chico idealista, convencido de las razones de esta guerra aunque sin idea alguna de combate ni estrategia militar; ahora soy un soldado de los más valerosos y un espléndido estratega, y ni recuerdo por qué luchamos, ni entiendo las razones de esta absurda guerra, pero lucho porqué ahora es lo único que se hacer. Matar.


Repaso mi equipo, mañana será la gran batalla y todo tiene que estar listo. En la percha de madera cuelga brillante mi armadura. Posiblemente valga más que todos los muebles juntos. Con todas sus piezas de acero templado, perfectamente pulido, con sus remates de oro. Miro el bello casco con sus grabados florales y su pluma verde, el color de mis soldados. El peto pulido a la perfección y con una ligera forma de quilla para desviar mejor los aceros enemigos. La babera, la gola y la pancera, el guardabrazos y los brazales, las musleras, rodilleras y grebas; y muchas piezas más desde la cabeza a los pies, todas conjuntadas en una unidad imponente. La mayoría de enemigos huyen nada más verme y los demás al ver el escudo. Pocos son los que no reconocen mi escudo. Un esplendoroso escudo verde con una rosa blanca grabada en relieve. Pero sin duda el mejor ejemplar de mi equipo es la espada. Una espada que la mayoría de soldados novatos ni podrían levantar en sus ciento treinta centímetros del mejor acero, la empuñadura dorada con una esmeralda por un lado y el grabado de una rosa por el otro, y en la hoja gravado: “El brillo de la rosa de la noche compite con las estrellas”. Encargada por el mismo Conde el día en que ascendí a capitán. Acaricio imprudente su filo traicionero y una gota de sangre resbala por su hoja. Lo limpio con el pañuelo mientras pienso el la cantidad de cuellos rebanados, extremidades amputadas y corazones atravesados por esta fiel espada llamada Rosa de la noche.


Mi mente vuelve misteriosamente a vagar en las brumas del tiempo. Recuerdo esta vez mi infancia en el pueblo. Recuerdo la simple mesa del comedor con la simple comida: hogazas de pan, trigo, probablemente patatas y si hay suerte un conejo. Mi madre me mira con ojos tiernos en un lado y mi hermana sonriente en el otro mientras que al frente mi padre orgullosos contempla la nada. En una esquina está el abuelo que nunca come. Y allí estoy yo, sentado a la mesa con ocho años y toda la vida por delante.


Recuerdo el olor a naranjo por las tardes mientras paseamos con madre por el jardín. Recuerdo el taller de cerámica de mi padre y las horas que me pasé sentado al torno aprendiendo el oficio.
Recuerdo correr por las calles empedradas con Rodolfo, o quizás subiendo al monte, jugando en el riachuelo y intentando cazar algún bicho. Después no sentamos al cobijo de un árbol y conversamos durante horas hasta el anochecer. Conversamos acerca lo que sucede en el pueblo o nos imaginamos fascinantes aventuras de caballeros gloriosos. Años después, sentados bajo árboles similares en nuestras escapadas, cada vez más infrecuentes, al monte; conversamos de mujeres y oficios. Aunque en los últimos tiempos de paz el único tema de conversa con Rodolfo era la guerra inminente. Decíamos orgullosos que nos gustaría tener una espada y un caballo para poder defender a nuestro rey de los asquerosos rebeldes. Curiosamente por esa época yo estaba de parte del rey.


No he vuelto a ver a mi familia ni a Rodolfo desde que huí del pueblo y me fui con lo puesto a la ciudad para defender mis ideales. Recuerdo la decepción de la ciudad. En el pueblo creía que sería una majestuosidad de piedra con majestuosos señores en sus caballos. En realidad era un criadero de ratas, lleno de polvo y excrementos y pudor a pescado podrido. Recuerdo vagar perdido por esa asquerosa urbe y, helado y desorientado ver acercarse uno rudo hombre que sacó un puñal y me amenazó sin contemplaciones a pesar de mi humilde aspecto. Recuerdo que al no tener nada que dar iba a darme muerte y ya con los ojos cerrados rezando al inútil dios del que renegaría no mucho más tarde, oí un golpe seco y creyendo morir me desplomé y al abrir los ojos vi a mi lado con mirada cristalina al malhechor. Entonces al alzar la vista vi a un noble con su espada y una sonrisa. Me llevó a su casa y me dio sopa caliente y estuvimos conversando hasta el amanecer. Con el salir del sol ya era un rebelde en el fondo de mi corazón. Iniciamos un duro viaje y me alisté en el ejercito. Ese noble fue mi capitán y protector en mi entrenamiento aunque murió en mi primera batalla. Cada vez que salgo al campo de batalla pienso un instante en él, que me hizo ver cuando estaba ciego. Le he vengado mil veces.


Un chico atemorizado entra en mi tienda y ante mi dura mirada pide disculpas por entrar sin llamar. Me dice temblando que el general desea verme.


Por la noche todavía pienso en mi infancia y no le hago demasiado caso a la chica de la cama que se duerme agradecida. Pienso en todo lo que ha pasado desde entonces. La perdida de la inocencia, de los ideales y después de la compasión. Me he convertido en una máquina, en un esclavo de la espada. Antes de dormirme pienso con el corazón en un puño que si recordara como se hace, lloraría.


Amanece y los primeros rayos de sol se filtran a través de las telas. Despierto rápidamente y miro a la belleza que duerme junto a mí. Sus preciosas curvas de color oliváceo. Me lamento de no haberle echo más caso anoche, no hubiera estado de más descargar tensiones antes de la gran batalla. La despierto y vuelve a la cruda realidad con un gesto triste de aceptación. No hace falta que grite muy alto para que aparezca Cristín, mi escudero, que sabe lo pronto que me levanto. Echa a la chica y me trae algo de fruta para comer. Me pregunta si estoy nerviosos antes de la gran batalla. El Conde contra el rey, en persona. La batalla definitiva. Esta mañana se decidirá quien gana la guerra. Ocurra lo que ocurra es mi última batalla. Si ganamos viviré bien el resto de mi vida, si perdemos posiblemente me ejecutaran de una forma humillante no sin antes torturarme. No. Eso jamás. No me capturarán con vida. No, no estoy nervioso. Hace años que perdí los nervios. Le pregunto si mi caballo está listo. Lo está.


La mañana pasa muy ajetreada ultimando los últimos detalles pero pronto tengo que ir a prepararme. Cristín, fiel escudero, me ayuda a enfundarme en la armadura y a subir al caballo. Cojo la lanza y salgo del establo. Todos mis caballeros están listos. flamantes. Una furia compacta verdiblanca. Se que no me defraudarán. Y a la cabeza voy yo, con mi fiel montura blanca, con tantas cicatrices como yo. Le acaricio el cuello. Relincha. Mis caballeros gritan. Todos se preparan en el frente.


De repente los vemos aparecen en el horizonte. Son muchos, nosotros también. Miro al Conde, se refugia detrás de las tropas, mirando la batalla bajo una sombrilla; posiblemente el rey haga lo mismo. Hace siglos que los reyes no combaten. Sus armaduras son puramente decorativas. La Rosa blanca las atravesaría sin dudarlo. Suenan trompetas. Tropas se mueven. Empieza la batalla. Como siempre los primeros en moverse son los novatos, con sus grandes escudos y sus pequeñas espadas, suelen morir la mayoría bajo los arcos enemigos antes de llegar a enfrentarse. Cada vez hay más movimiento, de momento la batalla está muy igualada. En el campo ya está toda la infantería y algo de caballería ligera. De repente un gran movimiento enemigo de caballería pesada. Las cosas empiezan a ponerse interesantes. Unas señales desde la tribuna del Conde. Antes de que toque el cuerno blanco que anuncia nuestra salida ya lo se. Mi caballo también lo siente y suelta un bufido.


Retrona el cuerno y salgo disparado sin mirar atrás, lanza en ristre, a por la caballería enemiga. Se que mis caballeros verdes están detrás, fieles. El choque es muy duro y mi lanza se rompe en el cuello del enemigo, entre el peto y el casco, que cae al suelo sangrando. El fuerte golpe hace que me tambalee pero no me puedo permitir dudar, saco mi espada y empiezo a luchar con frenesí en medio de una gran caos. No se lo que sucede en el resto del campo, pero aquí las cosas no van mal. Los enemigos son fieros, pero nosotros no nos acobardamos. En un momento determinado mi caballo recibe un mal golpe y cae herido de muerte. Por suerte puedo levantarme rápido y no quedan muchos caballeros montados que puedan rematarme. No es momento de lamentarse, me enfrento a un joven con poca protección y mi espada atraviesa con facilidad su cuero. Veo a un caballero enemigo que hace estragos y me dirijo a él. Realmente es bueno. Los golpes van y vienen y ninguno de los dos cede. Las espadas se estrellan contra los escudos y el cansancio empieza a hacer presa en él. Lo veo, es el momento. Su espada rebota contra mi escudo y se queda un instante con el brazo levantado. Mi espada penetra en su axila, y oigo el crujir de las costillas rotas. Grita. Pero no dudo, con un golpe de espada hacia arriba le arranco el casco, le rasgo el cuello y le corto una oreja. Por desgracia no le he alcanzado la yugular. Entonces lo veo. Es él. Rodolfo. Pero en su mirada no hay esa luz, solo hay furia. Me quedo paralizado con la espada en alto y como buen soldado que es no duda en contraatacar. Caigo al suelo. Todo empieza a verse borroso. Y entonces recuerdo como se hace.


Una lágrima resbala entre el cuero y el hierro y cae al suelo enfangado de sangre.

miércoles

Cerrado por examenes


Desde hace unos días (semanas) y durante unos cuantos más estaremos cerrados por vacaciones... quiero decir por examenes. Ya os enterareis del regreso, tengo preparados unos cuantos posts interesantes.

sábado

La noche empieza bien

La noche empieza bien. Después de quedar con unos amigos para algo que no viene al caso salimos al encuentro de los demás. Las diez y media. La noche empieza bien. Empieza en un bar cutre, barato, donde bebemos varios semen de rata (está muy buena y entra muy bien, aunque sabe a jarabe infantil) por siete euros el litro. Jugamos a cartas. Divertido. Estoy en una esquina (como toda la noche, aunque ya hablaré de eso) y mientras los demás hablan de gilipolleces yo me emparanoyo con unas extrañas marcas en la mesa. Una parece que pone “Sex”. Estoy enfermo. “Estás enfermo”, me apunto en el móvil para acordarme a la mañana siguiente. Estoy enfermo y necesito sexo. La tía que está delante mío me hace caso y pasa de mí según el momento. Extraño. Creo que está colada por el tío que está en la otra punta de la mesa. Un capullo. Es el único momento de la noche que llego a ir algo borracho. Le hago una foto a Mia (la tía que no me hace caso) y a Javi con el móvil sin que se den cuenta. Me gusta tener fotos de todos mis amigos. “Amigos”.

Nos vamos. No miro la hora. Pasamos por delante de un conocido bar y un un par de amigos entran a felicitar a una chica que nos gusta a un amigo y a mí. Por supuesto nadie lo sabe. Por supuesto yo no entro. Me quedo hablando con Javi Un gran tipo. Se marcha porqué “en teoría” al día siguiente tiene un partido de tenis con un japo. Un rato después salen los amigos y discuto con Fernan acerca de Javi, uno de los mejores chicos que viene de tanto en cuanto con el grupo. No nos extraña que se aburra. Nos proponemos integrarlo permanentemente, aunque es difícil. Le aburrimos. Hasta nos aburrimos a nosotros mismo; pero somos amigos y nos lo perdonamos.

Vamos a un bar de acabados y hacemos una absenta. Me siento en una esquina y acabo hablando con el tipo de siempre. Desarrollamos varias teorías. La primera es acerca de que el dueño del bar, que tiene dos locales, siempre está en el que nosotros vamos. O nos sigue o es omnipresente. La segunda es acerca de sentarse en las esquinas, donde estoy yo en este momento. Cuando estas en una esquina, por ejemplo en la derecha, solo puedes hablar con el tipo de tu izquierda. Por otra parte el tipo de tu izquierda debe decidir si hablar con el solitario tipo de su derecha (tú) o con los de la izquierda, donde está el resto del grupo. Por tanto los tipo de las esquina son unos marginados. Como yo. Y como el tipo con el que estoy hablando. Se me acaba el tabaco.

Salimos del cutre-bar. Tampoco miro la hora. Acompañamos a unos del grupo a comer un durum. Estamos en la plaza un rato. Me empieza a entrar el sueño. Dicen de ir a un bar a jugar a futbolín. ¡Pum! Lo reconozco. Aquí es donde empieza a acabar la noche. La peor idea que se podía tener. El principio del fin. Encima quieren ir a un bar a tomar por culo. Desde ese bar estoy a treinta y cinco minutos de casa. Desde donde estamos estoy a diez. Obviamente les digo que no. Les digo que vayan ellos, que así son pares. José me dice que quería acabar la noche conmigo, le apetecía hablar. Mala suerte; por muy amigos que seamos no pienso caminar treinta y cinco minutos de ida y otros tantos de vuelta para hablar con él mientas juegan a futbolín. Me intentan convencer. Que si después me acompañan a casa, que si se se puede volver en bus, que si soy su pareja de futbolín que si... Consigo que todo el mundo se ralle y deciden ir a casa. Miro el reloj. Son las dos y cuarto. ¡Me cago en la puta! Que pronto. Con mis antiguos “amigos” (Los que substituí por estos) todavía estaría empezando la noche. Propongo ir a hacer una sangría. Acabar bien la noche. Media hora solo, y después puedo ir a dormir tranquilo. Tan amigos. Todos me dan largas. Tengo que hacer algo. Les digo que yo iré, aunque vaya solo. Se lo creen, saben que soy capaz. Por supuesto no lo haré, pero en ese momento me convenzo a mi mismo. No consigo reclutar a nadie. Es extraño, siempre consigo algo más de lo que la gente cree que quiere, eso que yo sé que quiere. Algo más. Todos estamos rallados. Cada uno se va por su lado. Ellos, todos juntos, por uno, y yo por otro. Es el fin. El fin del fin.

Empiezo a caminar, solo; en un principio dispuesto a beberme la sangría solo. Cuando paso delante del bar de la sangría pienso que tendré que pedir una mesa para uno y un litro de sangría. Soy un borracho, pero no tanto, y en general no me gusta hacer el ridículo. Me paro en un bar que ponen una buena canción (una de esas buenas canciones que oyes a menudo, pero que no sabes el nombre del grupo o de la canción) a comprar tabaco. No tiene Lucky Strike. “Golpe de suerte”. Yo tampoco. Compro Camel, una buena alternativa; aunque no mi preferida, y me fumo uno. Camino, solo. Por primera vez en toda lo noche tengo frío. Camino, solo. La calle de piedra avanza bajo mi, constante. Las paredes se cierran cada vez más, asfixiándome. Una gárgola me mira y se ríe de mí. Normal. Paso por una vieja plaza, llena de viejos, apergaminados y mortecinos recuerdos. Allí dos vagabundos errantes pasan cerca; los dueños de la noche. Sus borrachas risas penetran en mis oídos, los atraviesan como una taladradora. Uno lleva una raída sudadera de “Hell's in us”, un grupo de Heavy Metal ochentero. Curioso. “El infierno está en nosotros”, significa. Lo más curioso es que en inglés se pronuncia exactamente igual que “El infierno está en el culo”. Curioso, pero en ese momento no le veo ni puta gracia. Sigo caminado. Llego a una calle importante. Intento cruzar pero un coche embiste y los tres de detrás aprovecha y pasan. Como los odio. Cruzo el medio. Veo un árbol al que le han cimentado las raíces. Triste, pienso. Espero... deseo con toda mi alma que ese árbol en un último esfuerzo natural rompa el cemento que le aprisiona y salga al exterior. En el siguiente paso de cebra embisto yo a los coches. Yo tengo razón, deben cederme el paso. Si me atropellan me tendrán que pagar una indemnización. No me importaría que todo acabara ahora. Que acabara ya. ¡Ya!










Pero no acaba. Sigo caminando. No veo, ni oigo, ni siento nada destacable. Camino. Camino. Camino. Camino. Camino. Llego a casa y veo a unos vecinos jóvenes que entran. Me cierran la puerta en las narices y tengo que volver a sacar la llave. Hijos de puta. Entro. Veo que uno de los vecinos cabrones espera el ascensor mientras lee un cartel con un anuncio. Llega el ascensor y me monto en el sin decirle nada. Que espere al siguiente, que se joda. Llego a casa y reenciendo el ordenador. Enciendo el Winamp y pongo Metallica de fondo, flojito. Son las dos y treinta y cuatro. Empiezo a escribir:

“La noche empieza bien...”