viernes

Una historia I

Capítulo I: El mar


La brisa marina me azotaba brutalmente mientras la quilla del monstruoso barco cortaba implacable la brabuconería de las olas. Me sentía un intruso en un mundo inexplorado. Los hombres no pertenecemos al mar, es indomable, es salvaje. Por mucho que creamos que podemos someter todo lo que nos rodea: las selvas, los desiertos, las montañas; el mar nunca será nuestro. Podemos intentar entrar en su territorio, pero él nos rechazará con fiereza hasta que volvamos a dónde nos corresponde, a tierra firme. Así me sentía en esa fría noche, rechazado. Haría todo lo que pudiera para echarme de este lugar al que no pertenezco: me zarandeaba, me escupía y me bufaba, me odiaba. Era una noche brutalmente bella con los destellos de la luna en las olas. Al final el viento y la sal me vencieron y volví al interior, a la civilización. Cómodas butacas, calefacción, luz eléctrica e hilo musical.


Pedí un vodka-limón en el bar. Pagué la desorbitada cifra que me pidieron sin rechistar, me senté en uno de los plastificados sofás, me puse el mp3 y abrí el libro por el punto. La noche iba a ser larga y casi no me quedaba tabaco.


La luz del sol naciente teñía de naranja el contorno de la ciudad. Mi último cigarrillo voló de mis labios y desapareció entre las olas. Faltaba poco para llegar. Nueva ciudad, nueva vida. No siempre es fácil empezar de cero. Muchas cosas quedan atrás, pero ya no importaba nada, solo el futuro. El futuro, esa sombra quijotesca que no para de estirar una larga cuerda al final de la cual estás tú. Por mucho que te resistas siempre tira, pero nunca llegas a ella. Resistiéndote a los tirones del futuro pasas la vida hasta que mueres. Entonces todo acaba. Esclavos del destino, hagamos lo que hagamos. Así que yo, creyéndome más listo que el resto de los mortales, un día decidí no intentar resistir los tirones del futuro y correr hacia él, y en ese momento me encontraba como un gilipollas corriendo sin parar, sin mirar los borrones que pasaban a mi lado e intentaban agarrarme. Algún día tropezaría, daría de bruces en el suelo y cuando me levantara vería que estaba solo en la oscuridad, atado a un cabo desgarrado.


Con la maleta al hombro bajé la pasarela. Crucé el puerto con calma y llegué a unas grandes ramblas que dividían la ciudad en dos hasta donde me alcanzaba la vista y morían en ese indomable mar. Me estiré en un modesto césped, coloqué la maleta de almohada y con el sol acariciando mis párpados me dormí.

1 comentario:

liv dijo...

mmm tiene buena pinta no??

me pasare para la continuación.

Saludos